lunes, 22 de febrero de 2010

UNA SANA REVOLUCIÓN, D. H. Lawrence

Si haces una revolución, hazla alegramente,
no la hagas lívidamente serio,
no la hagas mortalmente serio,
hazla alegremente.
No la hagas porque odias a la gente,
hazlo sólo para escupir en sus ojos.
No la hagas por dinero, hazla y condena el dinero.
No la hagas por la igualdad,
hazla porque tenemos demasiada igualdad,
y va a ser gracioso sacudir el carro de las manzanas
y ver por qué lado se irán estas rodando.
No la hagas por las clases trabajadoras.
Hazla de tal modo que todos podamos ser
nuestra propias y pequeñas aristocracias.
Y patear como asnos fugitivos alegremente el suelo.
No la hagas, de todos modos, para la Internacional del Trabajo.
El trabajo es aquello de lo cual el hombre ha tenido bastante.
¡Eliminémoslo, acabemos con eso!
¡El trabajo puede ser agradable, y los hombres gozarlo!
Y entonces no es trabajo.
¡Tengamos eso! ¡Hagamos una revolución para divertirnos!

A D.H. Lawrence se le redescrubió durante la vorágine de los sesenta. Su crítica feroz de los excesos intelectualistas, su apuesta por el fondo natural del ser humano, su oposición a la guerra total y su absoluta independencia de criterio (que le valieron en su momento los sambenitos de traidor, pornógrafo y fascitizante por las iglesias carcas y progres) sintonizan a la perfección con la explosión psicodélica anticipando a figuras como Ken Kesey o Jim Morrison.

Hombre de Tercera posición, como deja bien claro en buena parte de su obra, era demasiado suyo para rendirse embobado ante la incompletez fascista. Una buena definición de sus pasos la da en su novela Kangaroo: "¿Enemigo de la civilización? Bien, soy enemigo de esta civilización maquinista y de esta civilización ideal. Pero no soy enemigo de la profunda conciencia responsable del hombre, que es lo que yo entiendo por civilización. En ese sentido de la civilización yo lucharé siempre por la bandera e intentaré llevarla a lugares más profundos y más oscuros"

Sacado de El Corazón del Bosque, nº 1, otoño de 1993.

sábado, 13 de febrero de 2010

ODA AL 2 DE MAYO, Bernardo López García



Oigo, patria, tu aflicción,
y escucho el triste concierto
que forman, tocando a muerto,
la campana y el cañón;
sobre tu invicto pendón
miro flotantes pendones,
y oigo alzarse a otras regiones
en estrofas funerarias,
de la iglesia las plegarias,
y del arte las canciones.

Lloras, porque te insultaron
los que su amor te ofrecieron
¡a ti, a quien siempre temieron
porque tu gloria admiraron;
a ti, por quien se inclinaron
los mundos de zona a zona;
a ti, soberbia matrona
que, libre de extraño yugo,
no has tenido más verdugo
que el peso de tu corona!

Doquiera la mente mía
sus alas rápidas lleva,
allí un sepulcro se eleva
contando tu valentía.
Desde la cumbre bravía
que el sol indio tornasola,
hasta el África, que inmola
sus hijos en torpe guerra,
¡no hay un puñado de tierra
sin una tumba española!

Tembló el orbe a tus legiones,
y de la espantada esfera
sujetaron la carrera
las garras de tus leones.
Nadie humilló tus pendones
ni te arrancó la victoria;
pues de tu gigante gloria
no cabe el rayo fecundo,
ni en los ámbitos del mundo,
ni en el libro de la historia.

Siempre en lucha desigual
cantan tu invicta arrogancia,
Sagunto, Cádiz, Numancia,
Zaragoza y San Marcial.
En tu suelo virginal
no arraigan extraños fueros;
porque, indómitos y fieros,
saben hacer sus vasallos
frenos para sus caballos
con los cetros extranjeros.

Y aún hubo en la tierra un hombre
que osó profanar tu manto.
¡Espacio falta a mi canto
para maldecir su nombre!
Sin que el recuerdo me asombre,
con ansia abriré la historia;
¡presta luz a mi memoria!
y el mundo y la patria, a coro,
oirán el himno sonoro
de tus recuerdos de gloria.

Aquel genio de ambición
que, en su delirio profundo,
cantando guerra, hizo al mundo
sepulcro de su nación,
hirió al ibero león
ansiando a España regir;
y no llegó a percibir,
ebrio de orgullo y poder,
que no puede esclavo ser,
pueblo que sabe morir.

¡Guerra! clamó ante el altar
el sacerdote con ira;
¡guerra! repitió la lira
con indómito cantar:
¡guerra! gritó al despertar
el pueblo que al mundo aterra;
y cuando en hispana tierra
pasos extraños se oyeron,
hasta las tumbas se abrieron
gritando: ¡Venganza y guerra!

La virgen, con patrio ardor,
ansiosa salta del lecho;
el niño bebe en su pecho
odio a muerte al invasor;
la madre mata su amor,
y, cuando calmado está,
grita al hijo que se va:
"¡Pues que la patria lo quiere,
lánzate al combate, y muere:
tu madre te vengará!"

Y suenan patrias canciones
cantando santos deberes;
y van roncas las mujeres
empujando los cañones;
al pie de libres pendones
el grito de patria zumba
y el rudo cañón retumba,
y el vil invasor se aterra,
y al suelo le falta tierra
para cubrir tanta tumba!

¡Mártires de la lealtad,
que del honor al arrullo
fuisteis de la patria orgullo
y honra de la humanidad,
¡en la tumba descansad!
que el valiente pueblo ibero
jura con rostro altanero
que, hasta que España sucumba,
no pisará vuestra tumba
la planta del extranjero!

lunes, 8 de febrero de 2010

LA CRUZ DEL RASTRO

Corría el año 1473. Las hermandades y cofradías se preparaban a celebrar con gran pompa las procesiones de Semana Santa, y la de la Caridad dedicó una a la Virgen, cuya imagen atavió con cuantas joyas y alhajas pudieron reunir los cofrades.

Los cofrades de la Caridad, en gran número, acompañados del convite, donde figuraban los dos cabildos, las comunidades de todos los conventos y cuanto notable encerraba Córdoba, formaron la procesión en dos filas y con profusión de hachas encendidas. Tranquilamente y por entre la muchedumbre que inundaba las calles llegaron hasta pasar la imagen por la Herrería, parte hoy de la Carrera del Puente. En aquel sitio cayó sobre el manto de la Virgen cierto líquido inmundo, arrojado desde una ventana por una chica que se creía aconsejada por algún judío. Este hecho horrible produjo el escándalo consiguiente, bien pronto aprovechado por los deseosos de vengar sus iras en los judíos y conversos, a quienes en seguida achacaron aquel sacrilegio.

Un herrero del Barrio de San Lorenzo llamado Alonso Rodríguez principió con estentórea voz a dar gritos contra aquéllos, excitando a los demás a tomar pronta y ejemplar venganza, sin bastarle las amonestaciones de Pedro de Torreblanca, adicto a don Alonso de Aguilar, quien quiso aplacarlos, recibiendo en premio una herida de manos del herrero.

La procesión quedó disuelta y algunos cofrades se llevaron la imagen, en tanto que la muchedumbre invadía las casas de los culpados, matándolos, robando e incendiando sin caridad alguna y sin que hubiese quien los contuviera en tantos desmanes. Gran número de muertos hubo este día y los tres siguientes en que duró la lucha. Viendo que nadie contenía a los ilusos, que llamándose cristianos así asesinaban a los conversos, resolvió don Alonso de Aguilar poner fin al alboroto y hacer entrar en orden a los amotinados.

Tomó su caballo y acompañado de sus dependientes y amigos salió al encuentro, dirigiéndose al Rastro, donde halló al herrero animando a las masas, como diríamos ahora. Dirigióle la palabra, le rogó y le mandó retirarse; mas, lejos de obedecer, Alonso Rodríguez le contestó con groseros insultos y hasta le hizo frente con los suyos. Entonces don Alonso arremetió hacia él y lo pasó de un golpe de lanza dejándolo muerto, persiguiendo a los demás hasta encerrarlos en el patio de San Francisco, quedando algunos otros cadáveres en la calle.

Retiróse don Alonso a su casa, y los amotinados volvieron a recoger el cadáver del herrero. Lleváronlo en hombros hasta San Lorenzo, en cuya iglesia entraron, poniéndolo delante del monumento, donde pasó la noche. Dícese que a la mañana siguiente el herrero movió un brazo, a causa de su falsa postura, o, según otros, un fiel perro que tenía se metió bajo la mesa en que yacía el cadáver, dándole con el suyo algún movimiento. El caso es que la plebe dijo que Alonso Rodríguez era mártir por la religión que defendía, y que con haberse movido pedía venganza de su muerte, alborotándose y emprendiéndola de nuevo contra los judíos y conversos, matando a unos y dejando a los otros sin bienes ni hogar con sus robos y sus incendios.

Súpolo don Alonso y reuniendo su gente corrió hacia San Lorenzo y Santa Marina a darles otro escarmiento; mas al llegar a San Agustín halló a los amotinados, a quienes ya capitaneaba otro noble llamado don Diego Aguayo, que, algún tanto calavera, no se asustaba de las amenazas, hasta el extremo de no sólo hacerle frente, sino que arremetió a pedradas y golpes, haciéndoles huir hasta el Alcázar, donde tuvo don Alonso que hacerse fuerte con los suyos y muchos judíos y conversos que buscaban su amparo. Allí los dejaron, volviéndose los amotinados a cometer desmanes idénticos a los ya referidos.

Cuatro días duró este motín, uno de los más sangrientos ocurridos en Córdoba. Al cabo de ellos salió don Alonso del Alcázar ofreciendo perdón de los crímenes cometidos y mandando a los judíos y conversos salir de la ciudad o fijar su residencia en el barrio que antes se les tenía señalado.

La Hermandad de la Caridad, comprendiendo que de su seno había surgido el conflicto, acordó perpetuar su memoria con una lápida conmemorativa colocada en el patio de San Francisco, y una gran cruz de hierro sobre un pedestal, ocupando el centro del antiguo Rastro.

"Paseos por Córdoba", Ramírez de Arellano

martes, 2 de febrero de 2010

¡A MÍ LA LEGIÓN!

Dejando a un lado a la Legión, a Millán Astray, la estatua de La Coruña y demás, publicamos aquí la carta de un hombre mayor, antiguo legionario, que indignado ante la retirada de dicho monumento ha escrito con el corazón una carta al director en ABC.

¡A mí la Legión!


Creo que hubiese incurrido en una incuestionable cobardía si hubiese permanecido en silencio ante la última consecuencia de la mal llamada Memoria Histórica, que ha tenido su concreción en el injusto derribo de la estatua dedicada al teniente general Millán Astray.


Arrancar una página de la historia de España que contiene y refiere el heroísmo sin límite de un soldado español, echar abajo un símbolo de una categoría histórica indudable que representa el más formidable sentido del valor, la más alta prueba de gallardía, el más sublime heroísmo, la más completa y fecunda abnegación, me parece no un error ni siquiera un disparate inconfesable. Estimo que se trata de un alevoso crimen contra la identidad de nuestra tradición militar, contra el ejemplo de alguien que supo aceptar el sufrimiento sin protesta alguna y que llevó hasta sus límites más altos el sentido de la milicia.


¿Se pretende borrar de los anales de la historia todo vestigio de dignidad? ¿Qué se intenta, mancillar los nombres más ilustres de nuestro acontecer nacional? Esta vandálica invasión del Gobierno socialista, esta apoyatura indiscutible de todo lo que significa destrucción de valores esenciales, no puede permanecer indiferente ante los que creemos en valores superiores, en el culto al espíritu y en la estimación verdadera de méritos que constituyen las pruebas más altas del honor.


Vivimos un tiempo en el que corremos el riesgo de avergonzarnos de pertenecer a una Nación gloriosa y antigua como ha sido España. Nos duele la resignación, nos hiere el silencio, nos destroza la indiferencia, nos mancha el olvido. Creemos firmemente que no hay nación en el mundo que pueda ofrecer un palmarés de acciones extraordinarias como puede representar España. Concretamente a mí me duele esta trágica expoliación de virtudes esenciales, este asesinato de nuestras tradiciones, esa labor que pisotea la sangre de nuestros muertos, la señal de nuestros heridos, el holocausto de tantos y tantos soldados anónimos que dieron su vida porque España pudiera tener en la Historia un sitio de insobornable dignidad. Confieso que pocas acciones políticas me han afectado tan directamente como ésta que acontece para mayor escarnio en tierras gallegas, donde nació este ilustre soldado. ¿Es que no hay una voz disidente, un grito indignado, una protesta justificada ante tamaño desafuero?


No solamente me duele este silencio, me repugna esta increíble complicidad de los obligados, también, a alzar la voz. Yo al menos, en mi insignificancia, carente de representación política alguna, jubilado por la edad, pero no derrotado en la esperanza, clamo contra esta monstruosa injusticia. Creo que tranquilizo mi conciencia describiendo mis sentimientos. Pienso que no podría conciliar el sueño si permaneciera callado ante esa incalificable fechoría. Hace unos años, la Legión española me distinguió con la única condecoración que verdaderamente he ostentado durante todos estos años con pleno orgullo, al nombrarme cabo honorario. Hago honor a esta distinción y saludo ante su tumba con gesto legionario a quien ha sido un héroe excepcional y un ejemplo para las futuras generaciones. Al grito legionario ¡a mí la Legión!, acudo. Aquí estoy, mi general.


JOSÉ UTRERA MOLINA

(publicado en el ABC el 2 de febrero de 2010)