Hace 40 años. Aquel día, 25 de noviembre de 1970, cuando en España las turbulencias desatadas por el proceso de Burgos apenas dejaban espacio para noticias de otro tipo que no fueran las relacionadas con el orden público, Yukio Mishima, el último samurai, se suicidaba, por el ritual del harakiri(exactamente el sepukku), en la base militar de Ichigaya (Tokio), tras dirigir un inflamado discurso identitario a la desconcertada tropa. Sirva este breve artículo en su homenaje, al tiempo que recordamos la colaboración de Juan Pablo Vitali titulada “Mishima, o el trágico heroísmo de la antimodernidad “ en este periódico digital.
Mishima era un tipo sumamente extravagante de cara al exterior, famoso escritor, candidato al Premio Nobel de Literatura, consumado atleta, exhicionista empedernido, director teatral, actor de cine, teatro, televisión y cabaret, estudios de la tradición imperial nipona, coleccionista de espadas samurais, lo mismo besaba a un travesti en un conocido tugurio como demanda a una revista por publicar una foto en la que parecía menos hercúleo, para acto seguido cumplir perfectamente con sus deberes de padre de familia. Compartía una mezcla explosiva: participaba en la vida cotidiana repleta de excentricidades, manteniendo una sólida y tradicional visión del mundo. Algo que parece imposible. Y su obra, como siempre, sigue siendo, en gran parte, desconocida en nuestro país.
Pero una duda asalta nuestra mente. ¿Fue el suicidio de Mishima un acto casual de demencia, de fanatismo japonés, de exhibicionismo ególatra, o fue la conclusión lógica de una línea vital que sólo podía obtener la redención por el honor, la sangre y la muerte? Recordemos cómo un buen número de intelectuales alemanes tomó la vía del suicidio durante la República de Weimar en el período de entreguerras.
La primera tentativa de suicidio se remonta a los últimos años de la segunda guerra mundial, cuando era totalmente desconocido, enrolado voluntario en las escuadrillas dekamikazes. El virus de la gripe evitó que Mishima se estrellase contra algún navío de guerra americano, para morir por el emperador. Aquel hecho frustró su fervor nipón-imperial de tal forma que, a partir de ese momento, su vida y su obra van a estar repletas de evocaciones a la muerte.
Obsesionado por recuperar la tradición nipona en base a un romántico imperialismo, creó el Take-no-kai (Sociedad del Escudo) para proteger a Japón y a su emperador de la embestida occidental. Mishima pensó en sacrificar a su medio centenar de hombres luchando contra el Zenkaguren (movimiento ultraizquierdista), pero la disolución en 1969 de una violenta manifestación por la policía sin producir una sola víctima le hicieron cambiar de idea. El acto final heroico-trágico debía ser necesariamente otro.
Ya en su primer libro (“Confesiones de una máscara”), expresaba su atracción por la muerte: “La idea de mi propia muerte me estremecía con extraño deletite. Me sentía dueño del mundo”. Varios de los protagonistas de sus novelas acaban haciéndose elharakiri. El mismo Mishima interpretó su propia muerte en la película “El rito del amor y de la muerte”, en una escenificación perfecta de lo que luego sería su suicidio ritual. Dos semanas antes del trágico final, Mishima organizó una exposición en homenaje a sus obras, sus fotografías, y en un puesto central y privilegiado … su espada de samurai, la misma que después penetraría en su cuerpo oriental.
La vida y personalidad de Mishima sigue levantando odios y pasiones entre críticos, intelectuales y políticos. De cualquier forma, el último samurai inspiró a toda una joven generación (ya no tan joven, próxima a la edad media), no sólo de japoneses, sino también de europeos. No puede pedírsele más a un hombre que “tuvo el placer de morir”.
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