Ubaldo Puche Mulero nació en 1922 en Águilas (Murcia), aunque desde hace medio siglo vive en Llaranes. Ha recorrido 87 años en los que ha hecho equilibrios constantes entre la vida y la muerte, y su biografía ha estado marcada a fuego por los más destacados acontecimientos del siglo XX en Europa, España, Asturias y Avilés. Ha sido luchador de lucha libre, fotógrafo de prensa, soldado, guardia jurado y submarinista. Ha visto lo peor del ser humano, pero también lo mejor. «Creo que he tenido mucha suerte en la vida», asegura en referencia directa a su mujer, su hijo, su nuera y su nieto, después de hacer balance.
En 1939, recién acabada la guerra civil, con 17 años, aún vivía en su pueblo natal, en la paupérrima Murcia de posguerra. «Éramos cuatro amigos, uno tenía un año más que el resto», recuerda de su colega llamado a filas en primer lugar. Aquel joven regresó al pueblo contando maravillas. «Nos dijo que les daban de comer todos los días, y que los sábados les entregaban un paquete de tabaco al que, bien vendido, le podías sacar dos pesetas». Para aquellos chicos, el Ejército abría nuevos horizontes.
A los pocos meses de 'mili', en 1941, Puche recibió la invitación a inscribirse como voluntario en la División Azul. Tras enterarse de dónde estaba Rusia, siguió preguntando. «Nos dijeron que íbamos a ir a la guerra, así que nos apuntamos». Y allí se fue. «Nos llevaron a Sevilla. Éramos el regimiento 269 de la quinta compañía. Todos del Sur». Y de allí a Madrid, en tren. «De Madrid a Berlín fui en el vagón de los caballos, en una cuadra», recuerda del castigo recibido por protestar la calidad del café que le sirvió una «señorita de la Sección Femenina; no sé si sería la hija de Franco, pero me mandaron a la cuadra».
Al frente
Y con esas, fue enviado con el resto de españoles al frente ruso, en un periplo que incluyó 1.200 kilómetros a pie equipados con «casco, fusil, pistola de 16 tiros, dos bombas de mano, una a cada bota, una marmita, careta antigás, manta y el chubasquero». «Tardamos cuarenta y tantos días», recuerda de una marcha en la que tuvo contacto con los métodos de su capitán, Fidel Dávila hijo. «Era legionario puro, un hijoputa». «Me salieron unas ampollas en los pies que no me dejaban caminar. Se lo dije y entonces mandó que me dieran una bicicleta. Pero me obligó a ir por fuera de la carretera, por los 'praos'. Al día siguiente seguí andando».
Iban a la batalla del puente Wolchov. El comienzo de una de las partes más crudas de la biografía de Puche. «Cuando pienso en lo que he pasado en la vida, últimamente sólo me viene aquello a la cabeza. Lo tengo ahí metido».
La cuestión iba más allá de morir o matar, -«yo, en frío, no podía matar; otra cosa era a distancia, con la ametralladora»-, la cuestión en realidad era cómo la guerra y el frío, -«que hacía que te doliera todo el cuerpo»-, acababa por despojar a aquellos chavales de cualquier atisbo de humanidad. «La guerra te convierte en asesino, en ladrón, en lo peor. Cuando tomábamos una posición íbamos a quitarles las botas, el dinero, los relojes a los muertos...». «¿Pensar que qué hacíamos allí? Allí qué ibas a pensar. Allí te decían y tú hacías».
Cayó herido, regresó al frente, y luego fue enviado a labores de policía militar en Konigsberg, actual Kaliningrado. Para entonces ya estaba bajo el mando de un capitán mucho más aceptable, que acabó por enviarle de vuelta casa con cuatro medallas, una placa, la Cruz Roja al Mérito Militar concedida por Franco y la Cruz de Hierro de la Alemania nazi.
«Cuando volví me metí en la Guardia Civil, en la academia de Málaga». Y de allí, a Asturias. «Nos mandaron a luchar contra el maquis. Nos tiramos un año en el monte. Allí se pegaron más tiros que en Rusia», recuerda.
Pero su padre empezó a mover contactos. «Conocía a un hombre de Murcia al que habían nombrado gobernador en Oviedo, así que le llamó y le dijo que tenía al hijo de guardia civil con el maquis, que lo sacara de allí como fuera, así que me trajeron para Ensidesa». Y con esas «influencias», su padre logró darle de verdad una nueva vida. Entró como vigilante jurado y luego fue colocado en el área de transportes. «Hacía trabajo de administración».
Pero su verdadera pasión era el submarinismo, que sigue practicando a sus 87 años. «Te hacen controles, y mientras esté bien de ojos, senos y corazón...». Esa actividad, en el grupo GEAS de Ensidesa, le llevó a participar en decenas de rescates. «Saqué a muchos muertos», dice sin escatimar detalles de cómo actúan los congrios con los cadáveres, o los cuerpos humanos ante los cambios repentinos de presión.
Esa experiencia, junto a esa guerra que «no me puedo sacar de la cabeza», hace que Puche se confiese insensible ante el hecho de la muerte. «Supongo que te acostumbras».
Fotógrafo de prensa
Entre ahogado rescatado y gestión administrativa en Ensidesa, Puche aún sacaba tiempo para otra de sus pasiones: la fotografía y su Sporting del alma (suya es la mítica foto de Quini marcando de volea ante el Rayo Vallecano). Dedicó sus vacaciones a fotografiar, por puro placer, las olimpiadas de Munich, Moscú y Barcelona.
Llegó al fotoperiodismo por accidente, por un grave accidente laboral en Ensidesa. «No dejaban entrar a la prensa, así que me llamó un periodista que me conocía de mis fotos en el fútbol por si podía hacer alguna del accidente. Y la hice. Luego me llamó Juan Wes, por si quería trabajar en LA VOZ DE AVILÉS, pero yo de aquella ganaba 1.100 pesetas al mes en Ensidesa además de casa, luz, agua y carbón. Así que empecé de colaborador».
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