En un artículo de estas características, sólo puedo repetir tópicos. Lo siento. Ya seré innovador en otro instante. Cuando la evidencia es tan brutal, cuando la mera realidad es tan apabullantemente clara, cuando el simple relato de la noticia ya deja pasmado, uno no puede buscar formas rocambolescas de decir ni comenzar una captatio benevolentiae del lector. Así que, si tópico es mi título, “Pedro Varela y Fahrenheit 451”, tópico va a ser lo que lean, pero cuanto más se diga, y desde más lugares, mejor.
Me entristece profundamente que en España, en este país de libertades tan bonito, alguien pueda ir a la cárcel por vender libros. Eso, lo primero. Y me resulta aterrador que alguien sea juzgado, ingrese en la cárcel y se ordene la (supongo) quema de ejemplares por títulos como Raza, inteligencia y educación, de H. J. Eysenck, autor de cabecera en algunas materias de las carreras de Filosofía y Psicología en España; como El pensamiento wagneriano, obra editada en el siglo XIX de Houston Stewart Chamberlain, fallecido en 1927; o textos históricos de Adolf Hitler, Corneliu Codreanu e Ion Moţa, entre otros.
¿Qué supone esta orden? ¿Que está prohibido leer estas obras en concreto? Parece ser, tal y como recoge la sentencia, citada por algún rotativo y blog, que estas obras poseen “contenido denigrante para el pueblo judío y otras minorías étnicas, mujeres, homosexuales (…)”. No las he leído todas y no puedo opinar, pero sí he leído otras con ese tipo de contenido con respecto a alguno de los colectivos que menciona y, si hubiésemos de aplicarnos a su destrucción, nos quedaríamos sin pensamiento ni en Europa ni en el mundo, y con todos los libreros y editores entre rejas: desde Aristóteles en adelante, en cuanto a la consideración de la mujer, hay donde elegir; sobre este tema, y también en el trato a los homosexuales, los libros de las grandes religiones del mundo, sin excepción (sí, los budistas también), pero sobre todo cristianos, musulmanes y judíos, habrían de ser eliminados del circuito; no olvidemos la oración de la mañana de los judíos: “gracias, Señor, por no haber nacido mujer”); ¿le toca el turno a los racistas? Ahí tienen a Miguel de Unamuno, por ejemplo, que habría de ser revisado, pues llamaba al exterminio de los indios, según contaba Gabriela Mistral; y, por supuesto, bye bye a Karl Marx, Friedrich Engels, Vladimir I. Lenin, Mao Tse Tung, el Che Guevara… así como a Jean-Paul Sartre, Roland Barthes, Michel Foucault y no sé cuántos más; los primeros por instigar y/o ejecutar, los últimos por celebrar la existencia de regímenes genocidas; y por llegar más cerca de nuestros tiempos, quiero tener un recuerdo especial para José Saramago, otro festivo apoyador de dictadores actuales, cuyos libros, empero, se ven en todos los sitios.
En pocas palabras, nada justifica una censura de obras literarias o históricas, nada, pues, ¿por dónde se empieza y por dónde se acaba? ¿Le llegará alguna vez el turno a José Antonio, a Ramiro Ledesma y a otros teóricos españoles (no quiero ni pensar enOnésimo Redondo)? ¿Se expurgarán sus obras? ¿Se prohibirán? Y esto a mí me produce escalofríos. La libertad de expresión no puede ser un arma que se coge o se quita a gusto de la ideología de quien manda, sino un derecho esencial en una sociedad occidental. Decir que los comunistas han acabado con decenas de millones de seres humanos no implica promover su exterminio. Distingamos las cosas.
Antes de cerrar el periódico, leo que además de los libros van a destruir ¡un busto de Hitler de los años 40 del siglo XX! Y aquí me pongo paranoico, ya que una de las obras que van a (supongo) quemar es sobre Richard Wagner, y entonces pienso en el busto que tengo junto al piano. ¿¡Vendrán también a por él!? Pero, uf, me tranquilizo. No es de Wagner; es de Ludwig van Beethoven. Y Beethoven, hasta que nadie diga lo contrario, aún sigue siendo inocente.
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