martes, 18 de enero de 2011

UN DESAYUNO POR 2,95€


Cuando uno sale de tomarse un café y una tostada en uno de los miles de bares que pueblan esta tierra que llamamos España, la posibilidad de que se haya gastado entre dos y tres euros es muy alta (depende de la latitud y longitud, lo sé, pero las medias son eso: medias, aunque a veces les salgan carreras…). Por el mismo precio podemos arriesgarnos a degustar un desayuno interesante: la editorial Planeta Agostini lanza al mercado una colección titulada Grandes pensadores de españoles. La primera entrega, por sólo 2,95€, Ortega y Gasset. Ahí es nada.

En España hemos tenido muchas cosas, buenas y malas. Hemos tenido pintores excelsos, dramaturgos de prestigio, hombres de letras, algún músico. También hemos tenido una Inquisición que duró más de lo deseable (a pesar de haber sido tan cruenta como en otros países, aunque sobre ello me comprometo a escribir una entrada de la sección “Érase una vez”, que la tengo muy olvidada), un siglo XIX convulso por innumerables golpes de Estado y un siglo XX caracterizado por una guerra civil que tiene el dudoso mérito de considerarse el pistoletazo de salida de una alocada carrera por los conflictos armados mundiales. Lo triste es que apretamos el gatillo con nuestros dedos de pandereta y castañuela y el pistoletazo nos lo pegamos nosotros en la cara.

Si otros países han gozado de artistas y científicos patrios de considerable renombre, tenemos que reconocer que en España, pensar, lo que se dice pensar, hace mucho tiempo que no lo hace nadie. El Renacimiento fue el comienzo de una edad de oro española que dejó ilustres pensadores y humanistas, pero los siglos XVII, XVIII y XIX, salvo honrosas excepciones, fue un terreno más fructífero para la agricultura que para la cultura. Habría que esperar al siglo XX para encontrar retazos del verdadero genio español. Y son pocos los nombres que se barajan cuando pretendemos señalar a los más ilustres pensadores de este siglo: José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Ramón y Cajal y, si me permiten la licencia de ahondar un poco en los finales del siglo XIX, traemos a colación a Francisco Giner de los Ríos o a Joaquín Costa.

Siendo así las cosas, siempre me he sorprendido por la poca atención que estos autores provocan en la sociedad. Si tuviéramos cientos de filósofos y ensayistas, entiendo que fuera una temeridad querer conocer la obra de todos ellos. Pero cuando el siglo XX español ha dejado pocas pero valiosas perlas, la pregunta es: ¿a qué esperamos?

Este sentimiento me ha acompañado desde hace unos años. Y reconozco que, quizás por mi bisoñez, nunca me había atrevido a dar un salto tan grande. Siendo un amante de la historia y la filosofía (con independencia de mi total ignorancia en ambas parcelas del saber), me molestaba ver que no sólo no daba el salto a las grandes obras, sino que apenas caminaba con pasos tímidos. Sabía que las obras cumbres del pensamiento no se abordan así como así: hace falta preparación, conocimientos previos, madurez. Y siempre encontraba una excusa para decir “cuando sea mayor leeré esto o aquello” o “antes tengo que leer otras cosas para poder entender y disfrutar esta maravilla”.

Excusas vacías. Indecisión hecha virtud.

Así que, recordando que autores mucho más jóvenes que yo habían sido capaces de acumular una cultura prominente a base de leer las grandes obras, me dije: “no pierdas más tiempo y ponte manos a la obra”. Cualquiera que haya leído la obra de Mariano José de Larra entenderá lo que digo. Su prosa destila una cultura y conocimiento del mundo sorprendente, si pensamos que se suicidó con 27 años. Y en esa época la gente no siempre estudiaba carreras universitarias, ni tenía cientos de libros en su casa, ni internet.

Tenían pocos y buenos libros. Pocos y buenos libros. Recordad esta frase porque ya dijo Unamuno que el saber no ocupa lugar, pero sí tiempo: en esta vida no tendremos tiempo de leer muchos libros, así que de nosotros depende escoger los mejores, aquellos que más nos hagan disfrutar, aprender y pensar. Porque los libros, antes que para divertir, se crearon para transmitir el conocimiento.

Todo lo anterior no es sino un contexto necesario para entender por qué, cuando salí el lunes pasado de la cafetería y vi el primer número de la colección más arriba mencionada, saqué el monedero, escurrí en mi mano tres euros y , con una sonrisa desfigurada en la comisura de los labios, le dije al dueño del quiosco: “Póngame otro desayuno, por favor. Me he quedado con hambre”.

Sacado de latribunadelloboestepario.wordpress.com

La colección incluye a Pedro Laín Entralgo quien militó en Falange.

Información sobre la colección aquí

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