lunes, 8 de febrero de 2010

LA CRUZ DEL RASTRO

Corría el año 1473. Las hermandades y cofradías se preparaban a celebrar con gran pompa las procesiones de Semana Santa, y la de la Caridad dedicó una a la Virgen, cuya imagen atavió con cuantas joyas y alhajas pudieron reunir los cofrades.

Los cofrades de la Caridad, en gran número, acompañados del convite, donde figuraban los dos cabildos, las comunidades de todos los conventos y cuanto notable encerraba Córdoba, formaron la procesión en dos filas y con profusión de hachas encendidas. Tranquilamente y por entre la muchedumbre que inundaba las calles llegaron hasta pasar la imagen por la Herrería, parte hoy de la Carrera del Puente. En aquel sitio cayó sobre el manto de la Virgen cierto líquido inmundo, arrojado desde una ventana por una chica que se creía aconsejada por algún judío. Este hecho horrible produjo el escándalo consiguiente, bien pronto aprovechado por los deseosos de vengar sus iras en los judíos y conversos, a quienes en seguida achacaron aquel sacrilegio.

Un herrero del Barrio de San Lorenzo llamado Alonso Rodríguez principió con estentórea voz a dar gritos contra aquéllos, excitando a los demás a tomar pronta y ejemplar venganza, sin bastarle las amonestaciones de Pedro de Torreblanca, adicto a don Alonso de Aguilar, quien quiso aplacarlos, recibiendo en premio una herida de manos del herrero.

La procesión quedó disuelta y algunos cofrades se llevaron la imagen, en tanto que la muchedumbre invadía las casas de los culpados, matándolos, robando e incendiando sin caridad alguna y sin que hubiese quien los contuviera en tantos desmanes. Gran número de muertos hubo este día y los tres siguientes en que duró la lucha. Viendo que nadie contenía a los ilusos, que llamándose cristianos así asesinaban a los conversos, resolvió don Alonso de Aguilar poner fin al alboroto y hacer entrar en orden a los amotinados.

Tomó su caballo y acompañado de sus dependientes y amigos salió al encuentro, dirigiéndose al Rastro, donde halló al herrero animando a las masas, como diríamos ahora. Dirigióle la palabra, le rogó y le mandó retirarse; mas, lejos de obedecer, Alonso Rodríguez le contestó con groseros insultos y hasta le hizo frente con los suyos. Entonces don Alonso arremetió hacia él y lo pasó de un golpe de lanza dejándolo muerto, persiguiendo a los demás hasta encerrarlos en el patio de San Francisco, quedando algunos otros cadáveres en la calle.

Retiróse don Alonso a su casa, y los amotinados volvieron a recoger el cadáver del herrero. Lleváronlo en hombros hasta San Lorenzo, en cuya iglesia entraron, poniéndolo delante del monumento, donde pasó la noche. Dícese que a la mañana siguiente el herrero movió un brazo, a causa de su falsa postura, o, según otros, un fiel perro que tenía se metió bajo la mesa en que yacía el cadáver, dándole con el suyo algún movimiento. El caso es que la plebe dijo que Alonso Rodríguez era mártir por la religión que defendía, y que con haberse movido pedía venganza de su muerte, alborotándose y emprendiéndola de nuevo contra los judíos y conversos, matando a unos y dejando a los otros sin bienes ni hogar con sus robos y sus incendios.

Súpolo don Alonso y reuniendo su gente corrió hacia San Lorenzo y Santa Marina a darles otro escarmiento; mas al llegar a San Agustín halló a los amotinados, a quienes ya capitaneaba otro noble llamado don Diego Aguayo, que, algún tanto calavera, no se asustaba de las amenazas, hasta el extremo de no sólo hacerle frente, sino que arremetió a pedradas y golpes, haciéndoles huir hasta el Alcázar, donde tuvo don Alonso que hacerse fuerte con los suyos y muchos judíos y conversos que buscaban su amparo. Allí los dejaron, volviéndose los amotinados a cometer desmanes idénticos a los ya referidos.

Cuatro días duró este motín, uno de los más sangrientos ocurridos en Córdoba. Al cabo de ellos salió don Alonso del Alcázar ofreciendo perdón de los crímenes cometidos y mandando a los judíos y conversos salir de la ciudad o fijar su residencia en el barrio que antes se les tenía señalado.

La Hermandad de la Caridad, comprendiendo que de su seno había surgido el conflicto, acordó perpetuar su memoria con una lápida conmemorativa colocada en el patio de San Francisco, y una gran cruz de hierro sobre un pedestal, ocupando el centro del antiguo Rastro.

"Paseos por Córdoba", Ramírez de Arellano

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