no la hagas lívidamente serio,
no la hagas mortalmente serio,
hazla alegremente.
No la hagas porque odias a la gente,
hazlo sólo para escupir en sus ojos.
No la hagas por dinero, hazla y condena el dinero.
No la hagas por la igualdad,
hazla porque tenemos demasiada igualdad,
y va a ser gracioso sacudir el carro de las manzanas
y ver por qué lado se irán estas rodando.
No la hagas por las clases trabajadoras.
Hazla de tal modo que todos podamos ser
nuestra propias y pequeñas aristocracias.
Y patear como asnos fugitivos alegremente el suelo.
No la hagas, de todos modos, para la Internacional del Trabajo.
El trabajo es aquello de lo cual el hombre ha tenido bastante.
¡Eliminémoslo, acabemos con eso!
¡El trabajo puede ser agradable, y los hombres gozarlo!
Y entonces no es trabajo.
¡Tengamos eso! ¡Hagamos una revolución para divertirnos!
A D.H. Lawrence se le redescrubió durante la vorágine de los sesenta. Su crítica feroz de los excesos intelectualistas, su apuesta por el fondo natural del ser humano, su oposición a la guerra total y su absoluta independencia de criterio (que le valieron en su momento los sambenitos de traidor, pornógrafo y fascitizante por las iglesias carcas y progres) sintonizan a la perfección con la explosión psicodélica anticipando a figuras como Ken Kesey o Jim Morrison.
Hombre de Tercera posición, como deja bien claro en buena parte de su obra, era demasiado suyo para rendirse embobado ante la incompletez fascista. Una buena definición de sus pasos la da en su novela Kangaroo: "¿Enemigo de la civilización? Bien, soy enemigo de esta civilización maquinista y de esta civilización ideal. Pero no soy enemigo de la profunda conciencia responsable del hombre, que es lo que yo entiendo por civilización. En ese sentido de la civilización yo lucharé siempre por la bandera e intentaré llevarla a lugares más profundos y más oscuros"
Sacado de El Corazón del Bosque, nº 1, otoño de 1993.
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